Sobre el proyecto de Programa General de Ordenamiento Territorial de la CDMX
Evento organizado por el Instituto de Planeación de la Ciudad de México, Seduvi
Antonio Azuela de la Cueva, ponencia en la Mesa Temática: «Ciudad con Ordenamiento Territorial», lunes 22 de agosto 2022.
Agradezco a la Secretaría de Desarrollo Urbano y Vivienda la invitación a participar en esta “Mesa Temática Ciudad con Ordenamiento Territorial” y celebro que se promueva el debate sobre las propuestas de planeación para nuestra ciudad.
En el presente texto me hago cargo de dos preguntas. Primera: ¿es jurídicamente válido aprobar un Programa General de Ordenamiento Territorial sin que se cuente con una legislación reglamentaria de la Constitución Política de la Ciudad? Segunda: ¿Es conveniente incluir en el PGOT las normas de ordenación urbana (y por lo tanto discutir ambos instrumentos en un mismo procedimiento)?
A continuación, explicaré los argumentos que me llevan a responder negativamente ambas preguntas. No entraré en los aspectos técnicos y sociales del PGOT, con los que tengo muchas coincidencias, porque considero que las preguntas jurídicas deben resolverse antes de seguir la discusión de una iniciativa tan importante como ésta.
Para tener claro de qué estamos hablando, hay que recordar el contexto general en el que se ubica este debate. No se trata solo de actualizar un instrumento; lo que hemos vivido en la Ciudad de México en los últimos años es una auténtica crisis de legitimidad del régimen urbanístico. El malestar que se expresa continuamente en el espacio público no es por unas cuantas obras, es también y sobre todo por los procedimientos que se utilizan para su aprobación. La generalización de la expresión “cártel inmobiliario” es un síntoma de esta crisis y ella tiene mucho que ver con la opacidad y la confusión que prevalece en el marco normativo del desarrollo urbano. La estrategia jurídica que se está siguiendo en la conformación de los nuevos instrumentos de planeación, lejos de aminorar esa crisis, tiende a profundizarla.Para comprender el problema desde una perspectiva jurídica, es preciso reconocer que un régimen de planeación está compuesto por tres componentes: un fundamento constitucional, un marco legislativo, y un conjunto de instrumentos entre los que se encuentran los planes (o programas) y las normas urbanísticas.
El fundamento constitucional del régimen de la planeación tiene luces y sombras.[1] Por un lado, tiene el acierto de haber superado la distinción entre desarrollo urbano y ordenamiento ecológico, que es uno de los problemas más graves de nuestro régimen de planeación territorial a nivel nacional. Entre sus sombras está una clasificación del suelo (en urbano, rural y de conservación) que está dando dolores de cabeza a los profesionales de la planeación.
El segundo elemento del régimen de planeación es la legislación que tiene como función regular la planeación y la gestión de las transformaciones territoriales. Es evidente que la Ley de Desarrollo Urbano que heredamos del régimen anterior a la Constitución debe ser reemplazada por otra ley. Pero el punto de partida es reconocer la distinción entre la legislación que regula los instrumentos y los instrumentos mismos. Tanto en Europa como en América, la institucionalización de la planeación a lo largo del siglo veinte implicó esa distinción. Basta con evocar el Estatuto de la Ciudad de Brasil, La Ley 388 de Colombia, la Ley de Suelo y Ordenación Urbana de España, o las diferentes Town and Country Planning Acts de Gran Bretaña. También en México, desde 1933[2] existe esa distinción, que se confirmó y se consolidó en 1976 con La Ley General de Asentamientos Humanos.
Lo importante de esta distinción es la relación jerárquica que hay entre la ley y el plan. Esa relación jerárquica no es un mero formalismo jurídico; tiene un sentido fuerte en el contexto de un estado de derecho. Porque el Plan es un acto de autoridad que, como tal, tiene que estar regido por una ley. Es en la ley donde se configura el alcance de los actos de ciertos órganos del poder público sobre la propiedad privada y sobre el conjunto del aparato estatal. La ley ordena y, sobre todo, da sentido al ejercicio del poder del estado. Si la planeación es una forma de desplegar ese poder, su contenido y sus límites tienen que estar previstos en una ley.
En la Ciudad de México, ha ocurrido un proceso que parece borrar esa distinción. Me refiero a la paulatina absorción de funciones de planeación por parte del poder legislativo. Por razones que sería largo explicar aquí, pero que tienen que ver con la paulatina pérdida de legitimidad de la administración pública en la gestión de las transformaciones urbanas, desde que la Asamblea de la ciudad fue dotada de poderes legislativos a finales del siglo pasado, ella comenzó a absorber las atribuciones de expedir y de modificar los planes. Mientras en todos los estados los congresos aprueban la ley y los planes los aprueban los municipios o los gobiernos de los estados; en nuestra ciudad ambos dispositivos normativos los expide el mismo órgano.
Es una coincidencia formal, pero no trae como consecuencia que desaparezca la distinción sustantiva entre la ley y el plan. De otra manera se desvirtuaría una de las condiciones fundamentales del estado de derecho en el ordenamiento del territorio. Para decirlo brevemente, si el plan es norma, la ley es la que fija el contenido y los límites de esa norma.
La confusión no solo se observa en la jerga del gremio, sino que llegó a afirmarse en los textos de los instrumentos de planeación, como cuando en una norma de ordenación se decía que ella pasaba a formar parte de la Ley de Desarrollo Urbano, lo que es un absurdo que en ningún análisis jurídico podría tomarse en serio (sobre todo en sede judicial).
El equívoco llegó hasta la Ley del Sistema de Planeación del Desarrollo de la Ciudad de México, que en su artículo 42 dispone que el PGOT “tendrá carácter de ley”. Por cierto, en esa misma ley está lo que, a primera vista, parecería ser el fundamento legal para el PGOT. Ciertamente, en su artículo 43 esa ley define dos de los elementos fundamentales de ese instrumento: su contenido y el procedimiento para su aprobación. Para algunos, eso sería suficiente fundamento legal para emprender el proceso de planeación, aunque no dejaría de ser extraño que la regulación de la ley secundaria fuese mucho más breve que el texto constitucional que reglamenta. Una especie de minimalismo jurídico muy raro en un mundo barroco como el nuestro.Desde luego, el problema no es el número de palabras. El problema radica en que el régimen de un plan no se agota en definir su contenido y el procedimiento de su aprobación. También es necesario regular lo que, en última instancia, es la principal fuente de los conflictos urbanos, o sea la gestión de las transformaciones espaciales que no corresponden, literalmente, a lo previsto en los planes.
Hay que recordar que, hoy en día, no vivimos un urbanismo de tabula rasa. La mayor parte de los proyectos transforma un paisaje ya urbanizado. Salvo en las zonas con un carácter patrimonial, el arte de la planeación consiste en acomodar iniciativas emergentes en un marco de planeación en el que es imposible prever hasta el último detalle de lo que ocurrirá en el futuro. Y precisamente para eso sirve la legislación que regula los planes: para establecer procedimientos claros que permitan a la ciudad tomar decisiones transparentes y abiertamente debatidas sobre las iniciativas que el plan no puede predecir.
En esta consulta se está discutiendo un PGOT como si existiera un marco jurídico suficiente para soportar el proceso de planeación o como si eso no importara. El proyecto menciona dieciséis veces a la Ley del Desarrollo Urbano, pero en ningún momento reconoce que la vigencia de esa ley es un problema. Es como el elefante en el cuarto, cuando su vigencia debería reconocerse como el primer problema del que habría que hacerse cargo para la construcción de un nuevo régimen; precisamente porque representa al régimen que todos queremos dejar atrás.
Una razón más para reconocer que la Ley del Sistema de Planeación del Desarrollo no aporta un fundamento jurídico suficiente para expedir el PGOT es que ella misma ordena, en su artículo 34, que
“Las disposiciones de Ordenamiento Territorial contenidas en el artículo 16 de la Constitución serán desarrolladas en la legislación correspondiente y consideradas por el Programa General de Ordenamiento Territorial.”Además de las razones estrictamente jurídicas que se han expuesto, que tienen su propio peso, está la cuestión de la legitimidad. Si urge una nueva legislación, es porque la que todavía está vigente representa el déficit de legitimidad con el que ha operado la gestión urbana en la ciudad desde hace décadas. La discusión y aprobación de una nueva ley no solo dará fundamento jurídico al sistema de planeación. Tendrá que ser la expresión de un nuevo pacto social en torno a la forma de gestionar el territorio. Los procedimientos que se aprueben tendrán que ser aceptados por quienes hoy consideran ilegítima a la gestión en su conjunto, porque habrían participado en su diseño. Esto, suponiendo que el debate legislativo sea auténticamente incluyente de todas las posturas relevantes.
Al reconocer que la nueva ley debe traer consigo un pacto social de mayor jerarquía que los instrumentos de planeación, se ve con más claridad la distinción entre la ley y el plan. Lo contrario, o sea la propuesta que tenemos ante nosotros, significa asumir que la ley es un instrumento del plan y que por lo tanto el Congreso tendrá que confeccionar una nueva legislación a la medida del PGOT. Un contexto tecnocrático que dificultaría mucho la formación de ese nuevo pacto.
Por todas esas razones, mi propuesta consiste en mantener la discusión del PGOT en un plano secundario, para dar prioridad a la discusión de una Ley de Ordenamiento Territorial, que defina el contenido y el alcance del conjunto de los instrumentos y, sobre todo, que sea una respuesta a los conflictos y los dilemas reales que ha enfrentado la ciudad en los últimos años.
Un segundo problema que no puede dejar de mencionarse es la idea de incluir las normas de ordenación urbana como parte del propio PGOT. No se trata de un problema del calibre del anterior, pero sí presenta dos inconvenientes que vale la pena comentar. Primero, es una forma más de confusión entre los instrumentos. Las normas tienen un carácter muy distinto a los planes (estos están organizados a partir de referencias espaciales concretas y tienen un horizonte temporal cambiante; aquéllas son de carácter general y tienen una temporalidad distinta). Pero lo más importante es que resulta muy difícil discutir ambas a la vez. Discutir el plan es debatir sobre un conjunto de imágenes del futuro de nuestra ciudad; las normas son instrumentos de otra naturaleza. Por ello deben discutirse por separado, igual que la creación de los instrumentos como la cesión onerosa de derechos de desarrollo, el reajuste parcelario y la muy cuestionable transferencia de potencialidad, entre otros. Ninguna ciudad del mundo, de la talla de esta, discute y aprueba, en un solo paquete, el plan y todos los demás instrumentos. Aún si esta opinión fuese desechada, está el problema de que la Ley de Desarrollo Urbano prevé un procedimiento distinto a este para la elaboración de las normas de ordenación.[3]
Para concluir, reitero en forma resumida las razones que existen para discutir primero la ley y luego el programa:
- El procedimiento actual es cuestionable jurídicamente y por ello está expuesto a litigios que socavarían todavía más a nuestro sistema de planeación;
- Representa una falta de respeto al poder legislativo, que se verá en la necesidad de hacer una ley a la medida de un ejercicio de planeación, cuando es este último el que debería sujetarse a la ley.
- No resuelve el problema de fondo que es el de una crisis de legitimidad, propiciada en gran parte por la confusión del marco jurídico de la planeación en nuestra ciudad, confusión que esta propuesta no hace sino incrementar.
[1] Ello se debe a que en el proceso que dio lugar a la Constitución Política de la Ciudad de México estuvo ausente una consideración explícita de los problemas propios de la ciudad.
[2] Ley de Planificación y Zonificación del Distrito y Territorios Federales. Diario Oficial de la Federación, 17 de enero de 1933.
[3] Artículo 22. “El Comité de Normalización Territorial de Desarrollo Urbano es un órgano técnico cuyo objeto será la formulación de los proyectos de normas de ordenación.”