Virus, permafrost y cambio climático: la caja de Pandora
GLOCALFILIA || La Crónica de Hoy || 31 de marzo 2020
Los virus son omnipresentes y cumplen funciones muy importantes en el funcionamiento de los ecosistemas y en los procesos evolutivos. Contribuyen a los equilibrios dinámicos entre la diversidad de especies y su distribución y abundancia de sus poblaciones en la biosfera. También se sabe que intervienen en procesos evolutivos como vectores en la transferencia de genes entre especies.
Los virus han transferido genes importantes a las plantas, pues alrededor de un 10% de toda la fotosíntesis utiliza los productos de los genes que han sido transferidos a las plantas de las algas verde-azules mediante virus. Y el Proyecto Genoma Humano ha revelado la presencia de numerosas secuencias de ADN viral dispersas por todo el genoma humano, que representan alrededor del 8% de nuestro ADN y parecen ser los restos de antiguas infecciones por retroviridae de los antepasados humanos. La mayor parte de este ADN ya no es funcional, pero algunos de estos virus «amistosos» han traído consigo nuevos genes que son importantes en el desarrollo humano. (Referencia). Los virus se encuentran en las fronteras del mundo viviente, pues son incapaces de reproducirse mientras no tienen a su alcance células que invadir para utilizar su metabolismo y sus componentes y así poder reproducirse. Algunos resultan patógenos para Homo sapiens.
El incremento en la proliferación de virus patógenos para el ser humano está relacionado con el comercio intensivo e incontrolado de especies silvestres. El coronavirus de la pandemia se originó en murciélagos, una mutación saltó a otros mamíferos, entre ellos civetas libremente comercializadas en los mercados de Wuhan, China, desde donde otra mutación saltó a humanos. Además, la destrucción de hábitats y la fragmentación de ecosistemas intensifican el estrés de muchas poblaciones animales y debilitan sus capacidades de defensa ante ataques de virus, que proliferan e incrementan la probabilidad de llegar a humanos.
Por otra parte, una de las consecuencias del calentamiento global es el fundido de glaciares y del permafrost de las tundras y ecosistemas forestales boreales fríos del planeta —que durante las últimas décadas registran incrementos promedios de temperatura 2 o 3 Centígrados por encima del incremento medio global. El permafrost es la denominación geológica de suelo orgánico cuya temperatura se mantiene permanentemente por debajo de los cero grados Celsius, constituido de la materia orgánica que tundras y bosques boreales fríos no alcanzan a reciclar durante primavera y verano, acumulándolo año tras año durante los inviernos. Así, el permafrost forma depósitos de unos cuantos hasta cientos de metros de espesor y profundidad. Por consiguiente, es un inmenso almacén de carbono (CO2) y de metano (CH4). Presente masivamente en Alaska, norte de Canadá y Siberia, el permafrost ocupa alrededor de 20% de la superficie terrestre del planeta. Durante los últimos treinta años, un área más grande que Francia y Alemania juntas se encuentra en proceso de fundirse después de haber permanecido miles o decenas de miles de años congelado.
El fundido del permafrost propicia problemas de soporte a infraestructuras (carreteras, puentes, zonas urbanas) asentadas en él, pero su principal impacto adverso es que tiene un «efecto dominó» multiplicador del calentamiento global. Porque, al fundirse, libera el carbono almacenado en su materia orgánica, en forma de CO2 y CH4, gases de efecto invernadero que incrementan el calentamiento global, lo que acelera el fundido de más permafrost, que libera todavía más CO2 y CH4. Círculo vicioso que amplifica la velocidad del calentamiento global.
Además, el permafrost es un reservorio de virus y bacterias del pasado que llevan mucho tiempo congelados (cientos, miles, decenas de miles de años, o más) y que pueden resurgir con ataques hasta ahora desconocidos a flora, fauna y humanos. Un ejemplo reciente, 2016, fue el brote de ántrax (provocado por la bacteria Bacilus anthracis) por fundido de una capa de permafrost que liberó la carcasa de un reno contaminado, de donde pasó a renos y a humanos que los pastorean. Desde este punto de vista, el permafrost es una suerte de «caja de Pandora» de gérmenes potencialmente patógenos. Las proyecciones científicas sobre el cambio climático indican que 50% del permafrost podría fundir hacia 2050 y, hacia fines de siglo, 90%.
Las consecuencias adversas derivadas de las transgresiones humanas a procesos de la biosfera —en este caso pérdida de biodiversidad, degradación de ecosistemas y perturbación del ciclo biogeoquímico del carbono (cambio climático)— se acrecientan e incrementan nuestra preocupación y la urgencia por frenar el frenesí de los patrones de consumo y producción impuestos por esta civilización industrial, basada en la quema intensiva de combustibles fósiles y en la destrucción de la naturaleza.
Mientras tanto, en México el gobierno federal abandona, en la práctica, el Acuerdo de París (refinería en Dos Bocas, intensificación del uso del carbón en termoeléctricas, desprecio por las fuentes renovables de energía) y amplifica las presiones sobre la biodiversidad y la degradación de ecosistemas (debilitamiento extremo del sector ambiental, «Sembrando Vida», Tren Maya, Transístmico). Sufrimos —y sufriremos mucho más las próximas semanas— las consecuencias de la engreída miopía presidencial ante la pandemia del coronavirus. A 27 días del primer caso registrado en México, el 24 de marzo sumaban ya 405. Si el gobierno federal no impone medidas preventivas fuertes, se mantendrá la tendencia exponencial del crecimiento de contagios. Extrapolándola, esta curva arroja cifras preocupantes: superar los mil casos para el 30 de marzo y avanzar a decenas de miles para el 15 de abril…
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