La verdad científica
Rafael Robles de Benito || La Jornada Maya || Martes 25 de abril, 2023
Usamos esta noción con el ánimo de convencer al otro de que lo que decimos es indiscutible
Llevamos siglos convencidos de que hay una “verdad científica”, sobre todo en lo que atañe a lo que dicen quienes hablan con la voz de las “ciencias exactas”, “duras”, o “naturales”. Esta idea proviene del supuesto de que, mediante un método que se autodefine científico, se puede descubrir La Verdad, develar lo que se oculta tras la mera apariencia sensible de la cosa real. Usamos esta noción de verdad científica con el ánimo de convencer al otro de que lo que decimos es indiscutible; que es, para decirlo coloquialmente, la neta del planeta. Lo cierto es que hay aquí un claro ejercicio de poder. Roger Bacon, uno de los primeros pensadores que propusieron la existencia de un método científico, capaz de generar un saber superior, ya lo decía desde el medioevo: “El conocimiento es poder”. Un aserto como éste, tan pleno de arrogancia, no podía sino generar confusiones diversas, como la que vivimos hoy en muchas partes del mundo, y particularmente en México, donde al parecer la hemos puesto de cabeza, y vivimos en una condición donde “el poder es conocimiento”.
El punto es que resulta pretencioso considerar que hay un método que logra levantar el velo de las apariencias, y descubre la esencia que hay detrás de él, y que supone que es la realidad real. No es cierto, la ciencia no puede hacer eso, no descubre mágicamente una verdad que es exclusivamente suya, y que está oculta a los demás. Lo que hacen los métodos científicos (que no son uno solo, al contrario de lo que proponían los antiguos positivistas, sino que se formulan a la luz de las circunstancias, y de las preguntas que hacemos a la realidad) es construir narrativas. Después, si estas narrativas sirven para dar cuenta de lo observado, lo experimentado y lo transformado por nuestras acciones, y si nos dejan funcionar en el mundo de manera que podamos reproducirnos, y reproducir nuestras estructuras, entonces sirven. Son narrativas útiles, que nos permiten entre otras cosas hacernos nuevas preguntas, a partir de las cuales formulamos respuestas que constituyen nuevas narrativas, y van construyendo nuestra forma de interactuar con la realidad. Así, resumido en una cáscara de nuez, es como entiendo que avanzan las ciencias, y se construye un conocimiento que nunca es definitivo, ni acabado.
Por eso, cuando pretendemos zanjar una discusión diciendo que nuestros argumentos están basados en ciencia, solemos toparnos con cierta sorpresa con el hecho de que la discusión continúa. Nuestros argumentos “basados en ciencia” – y a veces, incluso, en “la mejor ciencia posible” – no parecen ser suficientes o convincentes, y siempre hay quienes los consideran inverosímiles, cuestionables o falaces. Solemos considerar falso, o cuando menos poco digno de crédito, todo aquello que no cuadra con nuestros grilletes ideológicos, o con los artículos de fe con que se nos alienta desde la más tierna infancia. Escuchar al otro, otorgarle un sitio de saber, o por lo menos concederle un amplísimo beneficio de la duda, parecen ser posturas que nos resultan amenazantes, y vencidos por el miedo, preferimos callar las voces que nos cuestionan, antes que interrogarlas y “rebotar contra lo real” los que nos dicen, comparando esos rebotes con los que nos brindan los de nuestros prejuicios y dogmas.
Esto, que bien podría parecer una mera reflexión con aspiraciones epistemológicas, resulta en nuestro país un tema no solamente oportuno, sino que demanda una discusión urgente, que debe ir más allá de los pasillos de academia. Hoy, que se discute (o que, cuando menos, debería discutirse ampliamente) una nueva propuesta de ley que pretende regular la actividad científica, se convierte en una tarea ineludible la necesidad de examinar cómo avanzan las ciencias, cómo opera el quehacer científico, para qué le sirve a la gente tener un aparato científico eficaz y vanguardista, y cuál puede ser el marco de referencia ético para el quehacer de las ciencias. En esta línea de reflexión, hay que considerar que, si bien es cierto – como decía Rolando García en su soberbia introducción a la teoría de los sistemas complejos – toda teoría lleva consigo una carga inevitable de ideología; esto no implica de manera alguna que una propuesta ideológica determinada deba ser la línea rectora de la labor científica, así se trate de la línea ideológica dominante, o ligada a las estructuras del poder.
La doctora Álvarez Buylla, que entiendo tiene tras de sí una sólida formación científica, debería comprender esto a cabalidad. Sin embargo, parece más que dispuesta a promover un sistema de investigación que acote la tarea de los centros e institutos de generación el saber a los estrechos límites impuestos por el pensamiento – si es que se le puede llamar así – de la cuarta transformación. La postura que parece respaldarse desde el ejecutivo federal es ahora que habrá total libertad de cátedra y de investigación, Siempre y cuando las preguntas que las ciencias (naturales o sociales, y las humanidades incluso) sean acordes a los intereses que cuenten con la bendición del discurso del gran timonel, y con lo que quepa dentro de lo que nos digan que se vale considerar “humanismo mexicano”.
Esto será poner frenos a las ciencias, impedir que interroguen a la realidad de manera creativa, propositiva y eficaz, y prohibir la construcción de narrativas científicas construidas a partir del pensamiento crítico y la suma respetuosa de los más diversos saberes generados en el mundo. Estoy seguro de que la doctora Álvarez Buylla recuerda la triste historia del caso Lysenko. Es una pena que, de una manera absolutamente trasnochada, y demostradamente falaz, quiera ahora reconstruirlo “a la mexicana”. Ojalá los científicos mexicanos logren evitar que esta propuesta avance.
Fuente: https://www.lajornadamaya.mx/opinion/213976/la-verdad-cientifica-humanismo-mexicano-maria-elena-alvarez-buylla
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