Mujeres y medio ambiente
Mujeres y medio ambiente
Julia Carabias Lillo || Reforma || 01 de marzo 2014
Aunque la lucha de las mujeres por la defensa de sus derechos forma parte de la historia de la humanidad, fue a partir del siglo XX cuando se convirtió en un asunto público, colectivo y global. En la Carta de las Naciones Unidas de 1945, origen de esta organización, se reafirma la igualdad de derechos de hombres y mujeres; a partir de entonces, y durante la segunda mitad del siglo, el tema de equidad de género adquirió cada vez mayor relevancia.
En 1975 se llevó a cabo, en la Ciudad de México, la "Primera Conferencia Mundial de las Naciones Unidas sobre la Mujer" y se declaró el "Decenio de las Naciones Unidas para la Mujer: Igualdad, Desarrollo y Paz". Diez años más tarde, en la Tercera Conferencia de 1985 realizada en Nairobi, hubo un aporte sustantivo en los enfoques de estos foros: se destacó la importancia del rol de la mujer en la conservación y gestión del medio ambiente, enfoque que fue reforzado, años después, en la Agenda 21 y en la Declaración de principios resultantes de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo celebrada en Río de Janeiro en 1992.
La cúspide de este tema se alcanzó en la Cuarta Conferencia de 1995, cuando se adoptó la Plataforma de Acción de Beijing que contiene el conjunto de declaraciones sobre la igualdad de la mujer, la potenciación de su papel, la justicia y, muy particularmente, la vinculación del tema de género con el medio ambiente y el desarrollo. Los Objetivos de Desarrollo del Milenio, aprobados en la Cumbre del Milenio de 2000, incluyen varias metas específicas para acelerar la equidad de género en los países.
Estos acuerdos y principios se han incorporado, de modo paulatino, en otras convenciones y foros globales y han ido tomando forma, lentamente, en las políticas nacionales y locales según la particular cultura y condición social y económica de cada país. Y es aquí donde radica parte del problema. Al no ser acuerdos vinculantes (obligatorios) los avances son limitados y muy desiguales entre regiones y países. De hecho, en muchos sitios, los usos y costumbres, a veces opuestos a la equidad de género, siguen estando por encima de los principios universales aceptados y las mujeres continúan siendo víctimas de la marginación, desigualdad, discriminación y violencia. Las estadísticas y balances así lo demuestran.
En el contexto del Día mundial de la mujer, el próximo 8 de marzo, sería muy oportuno que el gobierno mexicano comprometa nuevas metas en las políticas públicas para cerrar, de manera acelerada, la brecha de las lacerantes desigualdades de género que aún padece nuestro país y reconozca el papel de la mujer como eje central del mejoramiento de la calidad de vida de las familias y de las comunidades, así como del desarrollo sustentable.
Decir que el campo mexicano es desigual no es nada novedoso, pero conviene recalcar que también lo es en cuanto a la equidad de género. La estructura agraria, aunada a los usos y costumbres, así como las políticas para el campo, reproducen la marginación de las mujeres y, por lo general, las mantienen fuera de la toma de decisiones. Los ejidatarios y comuneros son mayoritariamente hombres. Esto es un problema estructural que repercute en el bienestar de miles de familias campesinas y en la vida interna de las comunidades.
Por el contario, cuando los ejidos y comunidades abren espacios de participación para las mujeres, o en aquellos núcleos agrarios en donde las mujeres con derechos agrarios representan una parte significativa de la asamblea y, por ende, pueden acceder a programas y recursos financieros, se observan cambios muy sustantivos en los hogares y en la comunidad, mejorando la economía campesina, alimentación, salud e higiene y educación.
Los recursos económicos aplicados a programas dirigidos a mujeres son, por lo general, inversiones bien ejercidas cuyo efecto sinérgico en el bienestar social de la familia y de la comunidad se percibe de inmediato. Existe un gran nicho de oportunidad para que instituciones como Sedesol, Semarnat, Segob, Salud, la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, entre otras, conjunten esfuerzos y coordinen acciones. Por ejemplo, la Cruzada contra el Hambre debería poner especial énfasis para empoderar a las mujeres. Sin embargo, limitarse a programas específicos y aislados no es suficiente; las políticas públicas deben atender y transformar las causas estructurales que generaron y siguen reproduciendo las desigualdades de género en nuestro país.
Fuente: Hemeroteca