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Falacias del «animalismo»

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Rafael Robles de Benito || La Jornada Maya || Martes 6 de febrero, 2024

Jornada

El debate sobre las «personas no humanas» es complejo y debe ser revisado a detalle

De un tiempo para acá, se ha ido haciendo cada vez más prevaleciente la idea de que tenemos todos el deber moral de defender a los animales del maltrato a que los someten muchas personas. Creo que esta posición, llevada al extremo, conduce a ciertos contrasentidos que le hacen un flaco favor precisamente a los seres a los que se pretende defender. Como estoy además convencido de que quienes se asumen honestamente animalistas son personas de bien, y sensatas, quiero ser escrupulosamente cuidadoso y respetuoso para argumentar lo que considero que resulta falaz en algunas de las posturas que parecen respaldar los animalistas, e incongruente en algunas de las formas en que las defienden. Quiero empezar por subrayar con énfasis que considero que nuestra relación con todo ser viviente – sea considerado o no “sintiente” – debería estar fundada en el amor por la naturaleza y el reconocimiento esencial de que nosotros mismos no somos más que parte de ese formidable fenómeno que es la vida en nuestro planeta.

Dicho esto, trataré de explicar mi opinión a partir de un análisis breve de dos ejemplos relevantes, que quizá resultan esclarecedores: las “calesas” tiradas por caballos en localidades como Mérida y Cozumel, las corridas de toros. También sería productivo discutir el caso de los hipopótamos en Colombia, introducidos al país por Pablo Escobar, y convertidos después en un problema para los agricultores locales, que ven con azoro que a estos masivos invasores se les considera ahora “personas no humanas”; y el de muchos perros de compañía que se ven humillados por el intento de despojarlos de su condición perruna, para convertirlos en caricaturas de infantes, con carriolas, pañales, rápidas y zapatillas, a veces incluso despojados de la capacidad lúdica de correr, husmear, y orinar sobre el rastro de los otros.

Podría sumar otros ejemplos, como la cacería para la obtención de trofeos, o los orangutanes, pero requeriría un espacio más extenso que el que podré dedicar a esta nota. Comenzaré pues por el tema de las calesas. El caballo figura entre las primeras especies domesticadas, en nuestra vastísima historia de relaciones con el resto de los animales que nos acompañan, ya sea como presas, predadores, proveedores de servicios, compañía, o simplemente elementos del paisaje. Su cercanía con los grupos humanos ha significado entre otras cosas, que se les seleccione para favorecer rasgos como la velocidad, el tamaño (de percherones a ponys), la fuerza, o la resistencia, entre otros rasgos. A lo largo de este proceso de selección se han desarrollado varias razas que se destinan preferentemente a tirar de artefactos para la labranza, carga, o transporte. Cumplen con esas funciones con eficacia, y frecuentemente incluso con belleza y elegancia.

Pero en la narrativa “animalista”, hacer que un caballo tire de una calesa es una suerte de castigo excesivo y cruel. Esto no es necesariamente así: un caballo bien cuidado, y tratado con afecto amoroso, será un animal alegre de hacer su trabajo. Cualquier maestranza, o cualquier escuela de equitación que se precie de serlo, podrá identificar en los gestos equinos, la posición de las orejas, la expresión de los ojos y la forma de narices y labios, si el animal se encuentra de buen humor, teme algo, sufre o se enfada. Habría que leer estos gestos, caso por caso, antes de afirmar que se le está castigando. Pero en aras de evitar su sufrimiento, se generaliza, y se pretende prohibir una actividad que brinda más que un mero atractivo turístico, sino que contribuye al “aire” o espíritu de una ciudad. Regular la actividad, e imponer que se cumplan buenas prácticas que permitan contar con caballos de tiro felices, hace sentido. Prohibir la actividad, generar conflicto social y desempleo, condenar caballos al asilo y al ostracismo, y substituir calesas por artilugios mecánicos impulsados con energía fósil, o incluso eléctrica, no aporta más que la satisfacción filistea de aparentar superioridad moral.

En cuanto a las corridas de toros, aclaro de entrada que no me gustan, a pesar de que mi madre me llevó de niño a varias de ellas, en la monumental plaza México. Dejé de asistir en cuanto inicié el uso de mi razón, y no volveré. No me siento, sin embargo, autorizado para negarlas como parte de la cultura. Sería como pretender borrar de un plumazo a Hemingway, García Lorca, Bizet y Picasso, entre muchos otros. Sería como pretender que Micenas no está entre los cimientos de nuestra cultura occidental. Pero quizá este no es el punto. Quizá se trata más bien de entender que hay otros, diferentes, que sí consideran que a la tauromaquia sigue teniendo cierto valor estático, o ritual, y que, si vemos en ello un maltrato a un animal noble y hermoso, debemos discutir, alegar, convencer y educar. En vez de ello, se ha elegido por pretender legislar y prohibir una actividad que hasta hoy se ha considerado legítima; y, peor aún, muchos han decidido que una manera eficaz de lograr que se deje de practicar es agrediendo e insultando a quienes la aprecian. En aras del bienestar animal, se opta por maltratar, molestar y lastimar a nuestros congéneres. Como que no es el camino, me parece.

Dicho sea de paso, prohibir la lidia significa no solamente dejar sin empleo a un buen número de familias, sino decretar inviable e improductiva esta ganadería, condenando a la extinción a una raza bovina que no cumple más propósito que la de lucir su trapío en el ruedo. Quizá sea mejor así. Quizá no necesitamos que exista esa raza, y nos parezca mejor vivir sin la estampa soberbia de los toros de lidia. O quizá exista una lidia sin sangre y sin tortura. No lo sé, pero tendríamos que ser capaces de discutirlo sin tirarnos los trastos a la cabeza.

roblesdeb1@hotmail.com

Fuente: https://www.lajornadamaya.mx/opinion/226812/falacias-del-animalismo-toros-tauromaquia

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