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Piedra Blanca

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Rafael Robles de Benito || La Jornada Maya || Martes 03 de enero, 2023

Jornada

Desde que se conoció el proyecto, que se llamó primero Calica, y luego sería adquirido por Vulcan Materials, y rebautizado como Sac-Tun (piedra blanca, en maya), a muchos nos pareció un desatino, y nos extrañó que se autorizara sin problemas. Sin embargo, poco se hizo en ese entonces. Las comunidades indígenas y locales, los grupos académicos regionales y las organizaciones ambientalistas, no hicieron demasiado ruido. Sólo el Grupo Ecologista del Mayab (GEMA) encabezado de manera consistente y combativa por Araceli Domínguez, lanzó claras advertencias acerca de los riesgos que el proyecto implicaba para los ecosistemas costeros y marinos de la península de Yucatán. Eran otros tiempos, y éramos quizá menos conscientes, o menos contestatarios.

El caso es que se autorizó el proyecto e inició operaciones y empezó a verse, en las fotografías de satélite, un enorme cuadrado blanco en las inmediaciones de Playa del Carmen. Pasó la administración de Ernesto Zedillo sin que el asunto generara pena, ni gloria, y lo mismo sucedió durante las administraciones de Fox, Calderón y Peña. No fue sino hasta iniciar la administración de Andrés Manuel López Obrador, cuando el gobierno federal primero, y después algunos grupos ambientalistas y organizaciones comunitarias locales, comenzaron a cuestionar la operación de Sactun, y a buscar formas para detener el proceso de extracción de roca caliza que le ha costado a la península de Yucatán no solamente una cantidad colosal de metros cúbicos de territorio, sino la calidad de una porción del arrecife de barrera frente a las costas de Quintana Roo, y quizá también la calidad del agua del manto freático del que dependen los habitantes de la región.

Algo más de dos décadas de extracción masiva de roca caliza, con permisos, concesiones y dictámenes favorables en materia de impacto ambiental obligan a revisar los procedimientos de evaluación de la autoridad ambiental. Quizá se debe a la avalancha de manifiestos de impacto de las múltiples obras y acciones públicas y privadas que se emprenden año con año en el país, pero lo que parece estar sucediendo es que la evaluación de los manifiestos se ha convertido en un simple trámite: si se presentó, incluso si se presentó después de iniciada la obra, parece muy probable que se dictamine favorablemente, dentro de los tiempos que indica la ley, y en el mejor de los casos con una lista de acciones de mitigación o compensación. El carácter precautorio y preventivo de los procedimientos de impacto ambiental se ha perdido, y francamente no compro la idea de que cuando se aprueba una obra con la que no estoy de acuerdo, esto se debe a la corrupción del funcionario responsable. Si así fuera, habría que considerar corruptos a los integrantes del equipo de la secretaria Albores por autorizar las ilegales obras del tren maya; y no hay evidencia alguna de que en efecto esto responda a una corruptela, sino solamente a un sometimiento al autoritarismo imperante (“a mí no me vengan con que la ley es la ley”, dijo alguna vez el gran timonel).

Otra cosa que haríamos bien en reconsiderar es el asunto de la compensación por los daños al ambiente, sin duda un arma de dos filos, pero que merece a pena aprender a manejar. Digo que es de dos filos, porque la posibilidad de destinar recursos a acciones de restauración ecológica, o de conservación de especies o ecosistemas, puede resultar en una tentación poderosa: si pago por los impactos generados por la obra o acción de desarrollo convencional que emprendo, entonces deja de importar la magnitud o la permanencia del impacto ambiental que genera. ¿Quién tasa el valor del impacto efectuado?, y ¿qué impactos se pueden considerar “compensables”?, ¿cuáles deben ser mitigados, y ¿cuáles resultan de plano inadmisibles? Estas son preguntas que los manifiestos de impacto ambiental debían responder, pero a las que muy pocos MIA aportan contestaciones apropiadas y suficientes.

Sactun es un buen ejemplo de ello: desde hace ya algunos años, aporta recursos para tareas el manejo de áreas naturales protegidas estatales y monitoreo de especies de importancia regional, como jaguar, manatí, tortugas marinas y tiburón ballena. Esta actividad, de hecho, forma parte de las acciones programáticas de la empresa, y ha creado una oficina expresamente pensada para atender el tema. Los recursos destinados a estas acciones son ejecutados por ONG, instituciones académicas y el gobierno estatal. La empresa decide cuánto dinero destina a llevarlas a cabo, sin que medie una ponderación acerca del valor económico de los impactos que genera, y sin que intervenga una medida de autoridad que establezca el monto a aportar. Pareciera entonces una suerte de graciosa concesión de la empresa, que se presenta como consciente de su compromiso ante el ambiente.

Habrá que ver ahora qué sucede con la demanda de las comunidades mayas de Quintana Roo, que sostienen, con el respaldo de defensores del ambiente tan destacados como Raúl Benet, que los trabajos emprendidos por Sactun para la extracción de materiales pétreos han contaminado los mantos freáticos de dónde estas comunidades obtienen agua para su consumo, dañando la salud de los residentes locales, y violando sus derechos humanos. Quizá este caso sirva para renovar las formas de evaluar el impacto ambiental de obras y acciones en nuestro país.

roblesdeb1@hotmail.com

Fuente: https://www.lajornadamaya.mx/opinion/208654/piedra-blanca

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